jueves, 11 de marzo de 2021

Un año robado

Deje de ser inmortal hace muchos años. Deje de ser un elfo hace tanto tiempo que la Tierra Media, donde he vivido esta historia, se convirtió en un mundo suficiente para mis aventuras semanales. Arrié mi bandera pirata un lunes de hace unos años. Deje de vagar por el mundo para programar cada viaje con cierta certeza. Ya no iba donde hubiera una pared, cualquier día de semana, cualquier momento sin programa. Unos años salvajes me habían forjado una conciencia tranquila de las escuelas visitadas, vías escaladas, lugares a los que podría volver no importa el continente o el mar que hubiera que cruzar. Sabia que solo era cuestión de un clic en el portátil y volar a ese lugar, esa foto, esa pared, esa noche de luna llena con la estrella del sur rondando el firmamento.

Vivía la semana, esa que empieza los lunes y acaba los jueves por la noche, pensando en los pegues de esos días que importan, las cintas puestas ociosas abandonadas como excusa impuesta para volver a recogerlas, una vez encadenado por supuesto, llueva o truene, frio o calor, invariable el camino, cerrada la agenda para los no allegados a la vertical.

Conocía el ruido del pájaro carpintero por las mañanas, el sonido del cárabo al irnos a dormir, el discurrir del Júcar a su paso por la hoz, he visto ardillas cruzar la carretera a esa hora en la que siguen durmiendo casi todos, antes de que los perros propios y ajenos merodeen bajo las ruedas de nuestras residencias temporales y nómadas.

No importaba acabar pronto, antes de la puesta del sol, cansados de roca, sin piel y doloridos, colmados de fracaso y sin fuerzas para un asalto triunfal, quizás el próximo fin de semana. Hubo, se dio hasta ese supuesto, un fin de semana que no fuimos a escalar, por supuesto la previsión era como de una Filomena y con pesar disfrutamos de estar en casa, incluso de comer con la familia a mediodía.

Tenía un presupuesto anual reservado, sigo con el raro habito de hacer previsiones de gastos en cada epígrafe de la vida, mas dinero a escalar que a cualquier otra afición, si no algo no estaba bien. Alguna vez compartí esos presupuestos, hoy los releo con simpatía de quien mira a un niño pequeño y busca en el algo que le recuerde a sus años de juegos sin fin.

El año pasado un día como hoy me robaron el tiempo.

Los hombres grises de Momo se aparecieron como en el cuento. No saben de donde vienen, no los puedes ver, no se podía luchar con ellos, solo huir, esconderse, refugiarse en casa, obligados por un ejercicio de incapacidad organizativa general, les pusieron nombre y fecha. Coronavirus, covid19.

Surgió el miedo al otro, de ahí a la desconfianza, ahora al rechazo, pronto a la fobia. Ser de un lugar volvía a ser un sello. Extranjeros e intrusos en el paraíso. Allí donde siento es mi casa pase a ser un peligroso madrileño lleno de virus, malos hábitos, enfermedad contagiosa y malignidad sobrevenida. Yo que soy ciudadano del mundo, con la única frontera la de la vertical, con la única pertenencia mas que a los mercenarios del fin de semana, de las vacaciones en la pared, de las noches de estrellas de verano a las luces sobre el rio Mascun, de las playas de Ton Sai o del mar Egeo.

No sabía aquella tarde de otoño que a la pandemia se iba a luchar con un nuevo avance sanitario, el cierre perimetral, cortar las carreteras, convertirnos en extraños, extranjeros, sospechosos. No sabia que me iban a robar una de las pocas cosas que mas escaso estamos, el tiempo, me han robado y veo que no me lo van a devolver, se ha perdido como se pierden las lagrimas en la lluvia.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Cincuenta y algo

 
Cincuenta son las horas desde que cumplí cincuenta y dos años.

Casi cincuenta son los fines de semana al año que dedico a escalar.

Cerca de cincuenta son las horas que entreno al cuatrimestre, por desgracia solo son dos sesiones a la semana de hora y media.

Algo mas de cincuenta son los euros que gasto en gasolina para ir a Cuenca cada fin de semana.

Algunos euros menos de cincuenta es la cuota del Tablón donde entrenamos.

Sobre cincuenta son las veces que a la semana pienso en qué tiempo hará el fin de semana.

Mas de cincuenta veces he hecho alguna vía, viejas amigas para calentar que, después de tantos años yendo a los mismos sectores, no me canso de seguir haciendo.

Nunca he dado cincuenta pegues a una vía para encadenarla, antes la he abandonado.

Alrededor de cincuenta euros al mes es el promedio del gasto en material para escalada a lo largo del año.

Muchos, muchos menos de cincuenta son mis espónsores. Actualmente mas allá mi familia que me esponsoriza con su tiempo no recuerdo ninguno.

Una menos de cincuenta son las vías entre 7c+ y 8a que he encadenado. El primer 7c+ lo hice con cuarenta y tres años y el primer 8a con cuarenta y cuatro. No llegué a hacer cincuenta 8as antes de los cincuenta. Me toca conformarme con lo que hice. Ahora vuelvo a por ellos, buscaré los próximos cincuenta antes de cumplir otros cincuenta.

Seguro que cincuenta cervezas se abren en el parking de piscinas cada tarde de sábado.

Media docena mas de cincuenta son los kilómetros que corro cada semana.

Dos veces cincuenta son los posts desde que inicié “grados, cifras y letras”.

No llegan a cincuenta movimientos el último proyecto que estoy probando.

No menos de cincuenta fueron los días sin escalar en el confinamiento de este año. Llevaba desde la operación del codo sin escalar tanto tiempo.

Estoy muy lejos de cincuenta las vías nuevas encadenadas del ultimo año según mi 8a.nu, pandemia en medio, los años anteriores rozaban las cincuenta. Exceso de objetivos como siempre.

Para llegar a cincuenta largos necesito cinco fines de semana, todavía me gusta echarle la culpa a las labores de paternidad y no a la falta de fuerzas.

Dos veces cincuenta son los días para que acabe este año 2020, tan raro y tan único, y nos quedan muchos pegues a dar, horas de entrenar, los viajes a hacer, cervezas a tomar y sueños a cumplir.

Cincuenta y algo son los años pirata que he vivido, me gusta pensar en los siguientes, ya se que no serán cincuenta y se quedarán en algo.

miércoles, 15 de abril de 2020

Papá, cuéntame otra vez...


- Ponga su móvil sobre el lector. - Dijo el guardia de aduanas detrás de su máscara facial, con los colores de la bandera de la Unión Europea. En la pantalla se iluminó el esperado cuadrado verde, con la serie de datos médicos ordenados de mayor a menor peligrosidad. 

Esperé a que Pablo pusiera el suyo y también resplandeciera el verde tenue para poder pasar. Cruzamos por debajo del arco que nos midió la temperatura a la vez que nos hacía un escáner de reconocimiento facial, y cuando llegamos al control de pasaportes el funcionario directamente nos los selló, con una desconfiada mirada a nuestra actitud alegre y chismosa.

- Papá, cuéntame otra vez esa historia de escaladores y bloqueros, de perroflautas y palistas, de surferos y ciclistas, de viajeros sin destino. – Su voz, una vez en el coche que habíamos alquilado por internet y que habíamos buscado por un aparcamiento enorme y sin nadie a quien preguntar, me sacó de mi ensoñación que siempre me ocurre cuando llego a una nueva zona de escalada.

Escuela vacía
- No te lo vas a creer. - Me gusta empezar con esta frase de grandilocuente expectativa. Una vez más volví a mis pequeñas historias que tanto gusto de contar y él de escuchar. – Pero, cuando llegaba el fin de semana lo único que teníamos que pensar era dónde íbamos a escalar. Ni siquiera revisábamos que lleváramos de todo, sólo lo justo para el desayuno del día siguiente, y muchas veces, ni eso.

- ¿No teníais que marcar dónde ibais a estar? - Le miré con esa media sonrisa de quien ha tenido la misma conversación muchas veces.

-No hijo. La única preocupación era buscar un lugar donde dejar la auto, que hubiera sombra por la mañana en verano, sol en invierno y paredes cerca todo el año. – La mirada de escepticismo vino acompañada de una riada de preguntas.

- ¿Y podíais aparcar en cualquier sitio?, ¿había mucha gente a vuestro lado?, ¿no teníais que registraros para la zona de escalada?, y ¿no…- Si me dejas te lo cuento una vez más. Es una bonita historia.

- Empezamos a escalar a finales de los ochenta del siglo pasado. No había muchas escuelas de escalada, todo eran muros vírgenes sin vías por todos lados, y lo mas apasionante es que no había nadie en la pared. Dani y Alberto, entonces llevaban el pelo en rastas hasta la cintura, equiparon un montón de vías en las zonas de alrededor de Salamanca. Probábamos vías de un grado que ahora hasta los principiantes consideran demasiado fáciles. Viajábamos a Cuenca, El Chorro, Montanejos…. como quien viaja a Jerusalén.

- Eso sí que es prehistoria. - Me interrumpió con ironía. – Prefiero los años antes de la pandemia. Antes de que fuera olímpica la escalada. – La nube donde flotaban estos recuerdos se disipó en mi nostalgia y volvieron a ocupar su lugar en mi memoria, esa que se desvanece como los colores del atardecer.

- Está bien. – Concedí.

Iba a retomar la historia cuando llegamos a la entrada del pueblo. Una barrera franqueaba la carretera. Dos hombres uniformados, con pequeñas ametralladoras pegadas a su costado, alzaron la mano y sin levantarse la visera de su casco integral nos pidieron el permiso, este lo habíamos obtenido quince días atrás. Lo chequearon con su móvil y, después de tras interminables segundos, los ojos entrecerrados y desconfiados del soldado mientras me miraban de reojo, apareció el cuadrado verde.

-Sigan las señales de la carretera, aparquen en el lugar indicado y escalen donde tienen asignado en las horas que han reservado. Gracias. – Con un leve movimiento de la mano nos indicó que continuáramos la marcha.

Mientras seguíamos la aplicación hacia el lugar donde aparcar miraba por la ventanilla. El día era claro, de un azul mediterráneo, el aire olía a primavera, el río borboteaba salvaje después de las lluvias constantes de un marzo incierto. Las tiendas, antes abiertas y llenas de tendederos colgados de las fachadas, con los colores de un marketing popular y espontáneo, ahora sustituidos por carteles con dibujos, parecían cerradas, refugiados los vendedores tras un mostrador acristalado, sin el bullicio de los zocos de antaño, con su cola de compradores, larga y distanciada, silenciosa y penitente.

El silencio es el nuevo acompañante, la nueva norma social, sin gritos ni cánticos, sin abrazos ni besos esparcidos de dos en tres. Ya no hay sonrisas, desaparecieron debajo de las mascarillas, y la risa se mira como indecorosa.

Aparcamos por fin y desplegamos unas sillas para tomar algo. Hasta cinco horas más tarde no empezaba nuestro primer permiso de escalada. Disciplinadamente iniciamos nuestra rutina previa. Comer algo ligero, preparar las mochilas, revisar los croquis para ir a muerte desde la primera vía, calentar con intensidad y …. llegado a este punto me volví y retomé mi perorata. Pablo me miró con su sonrisa indulgente. Él había empezado a preguntar y sabía que había abierto un tarro de añoranza que, ahora, había que degustar con suavidad.

-Un sábado cualquiera amanecíamos en Cuenca rodeados de vehículos de amigos, había días que no cabíamos, nos apiñábamos las autos y hacíamos corros improvisados, regados de abrazos y besos, risas. Según avanzaba la mañana cogíamos los bultos y nos íbamos al sector.


- ¿No os teníais que registrar en la página de la federación? - Me interrumpió.

- Había muchos que no estaban ni federados, los proyectos los tenías en todas partes y el único problema solía ser si había mucha gente probando la vía. Hacías cola y tertulia a partes iguales.

- ¿Sin límite de tiempo? - Sonreí, esa sí que era una buena pregunta. Escalar sin más límite que la luz del atardecer, la piel en los dedos, el dolor del cuerpo, la lluvia o el frío, sabiendo que al día siguiente habrá otra jornada sin fin. Aquel día teníamos dos horas para nuestra vía antes de que llegaran los siguientes que se habían apuntado, al menos era de cuatro a seis de la tarde que no era mal horario.

Miré alrededor. Unos alemanes hacían dominadas como si no hubiera un mañana. Diez metros más allá unos valencianos a los que reconocí tocaban una guitarra mientras hacían un desayuno colectivo, cuatro mesas, ocho comensales, tres cafeteras y risas amortiguadas por las mascarillas. Últimamente se habían puesto de moda las que llevaban algún logo de marca de montaña, colores vivos y chillantes, imitando a las mallas ochenteras que llevamos sin pudor en aquellos tiempos.

- Es una pena que mamá no haya podido venir. – dijo sacándome de mis pensamientos. – Este permiso de máximo dos es una mierda. Ya le dije que debía haber venido ella, pero insistió que fuéramos los dos. - Una madre es una madre no llegué a decirle y aunque, ella y yo hemos venido muchas veces y está en nuestros sueños de estos inviernos, sigue prefiriendo que su hijo construya los suyos.

- He reservado para cenar. Al final sí tenían un hueco, funcionan con sus turnos de comidas y sus pocas meses hacen que sea perfecto. Tenemos que ser estrictamente puntuales como ocurre en Madrid. - Mi recuerdo de días de verano donde bajábamos de escalar al ponerse el sol y buscábamos desesperados algún sitio abierto, en tierras francesas, cuando entrábamos los chefs nos miraban como si fuéramos extraterrestres. Igual que hacen ahora, con la diferencia que entonces se rompían unos horarios, robando al sueño las horas que unos euros dejaban en caja.

A la hora fijada nos presentamos a pie de vía. Habíamos volado para hacer dos para calentar, él poniendo cintas y escalando a vista, yo mirando, su estilo me acordaba de cómo empezamos a escalar, en muros verticales, travesías de colores y dominadas, jamás haríamos una serie o unas repeticiones, lástima de tiempo olvidado. Nada que ver con el año anterior cuando nos subimos por la este del Urriellu, “Amistad con el Diablo”, en la que veinticinco años antes me bauticé en pared con Berna y Juanlu, osadía de principiante antes de haber encadenado siquiera 6a+, ya os contaré otro día lo que pasó aquella jornada donde se quedó enganchada una cuerda y el paso rompe piernas lo hice sin más seguro que la cara de Berna y un lacónico “adiós” cuando pensé que no me aguantaba más, no viene al caso. Pablo la subió corriendo con unas zapatillas apretadas con suela adherente, con una despreocupación rayana en temeridad de inmortalidad juvenil. Pusimos igual de mal que entonces los friends.

Ocurrió lo de siempre. El turno anterior seguía en la vía, trabajando los movimientos, consumiendo un tiempo que no tenían, a un precio que no habían pagado, con un dinero que ya no existe en billetes ni monedas. Entablamos una penosa discusión sobre la libertad perdida en las montañas y sobre derechos de locales sobre “forasteros”, como si en estos días no fuéramos todos extraños. El turno siguiente apareció a su hora, la última de la tarde y pactamos a regañadientes unos pegues rápidos alternos. Todo ello desde la prudente distancia adquirida, lejos de llegar a las manos, mucho menos de tocarse siquiera.

- ¿Era así lo que me contabas? - ironizó sobre la situación.

- Había días que era peor, te tenías que ir por no desesperarte. Escaladores sin respeto por el tiempo de otros en pegues interminables, subiendo y bajando, a repasar los movimientos. Colas para probar vías y muchedumbres alrededor. Entonces lo odiaba, ahora tengo cierta morriña de aquellos días, del lío en el sector, de las risas y de los gritos de ánimo, de las chanzas y del ruido.

El silencio. Ha vuelto a las montañas, a las paredes. Ya no sólo los días de los que viven la vida pirata, también de los filibusteros del fin de semana, los mercenarios de la roca, aun mas militantes en el botín de la pared.

Volvimos a la hora fijada. Nuevo hábito jamás pensado. Nos duchamos con agua caliente largo rato, hábito jamás perdido, y nos tomamos dos cervezas antes de la cerna, único hábito por el que sigue mereciendo salir a escalar. Nos sirvió la jefa con sus manos enguantadas, salidas de las películas de la alta sociedad, y prorrogamos la sobremesa cinco minutos a lo socialmente aceptado. Nos volvimos andando a dormir mirando las estrellas. -Estas no han cambiado en estos años.

Me fui al saco. Él se quedó charlando con unas italianas que habíamos visto en la cena. La inmortalidad de la inconsciencia de la juventud eterna. Mientras dura sigue siendo una capa porosa invisible, que siguen malgastando quienes la pierden.

A la mañana siguiente, madrugamos, corrimos, escalamos, corrimos, devolvimos el coche, cogimos un avión en filas separadas en asientos discontinuos. Qué lejos quedan aquellos días de viajes sin mas preocupación para cruzar fronteras que el pasaporte español, admitido en cada aduana, ahora con visados individuales para cada país, con examen médico y con limitaciones de tiempo de estancia y lugares por los que vagabundear. Él no va a conocer la vida pirata del escalador mochilero, saltando de país en país, buscando nuevas paredes que escalar, por todo el orbe.

Llegamos a Madrid a tiempo de coger dos taxis de tarifa cerrada. Nos dijimos adiós con la mano, sigue estando mal visto abrazarse en público, y ahí acabó la canción.

No me apunté las vías en 8a.nu, ya no merece la pena, no publico en redes sociales, no por obsolescencia social sino personal, dejé de tener ese juego cuando en vez de hacia adelante íbamos hacia atrás.

“Papá, cuéntame otra vez” era un viaje a la melancolía de un tiempo añorado. Un presente distinto y un futuro, como todos son, impredecible.

viernes, 3 de abril de 2020

Confinamiento


Llevo veintiún días en casa. Solo camino hasta el contenedor de basura una vez cada dos días y voy a comprar una vez cada diez, me reparto en casa para esta tarea. No tengo mas que una tabla pequeña para entrenar en casa, una mesa de madera, un crash pad, dos garrafas de cinco litros y los marcos de las puertas, un teléfono móvil y una cuenta de Instagram.

Hasta hace veintidós días pensaba que era imposible que pasara tantos días sin ir a la roca, ni cuando estoy lesionado. Dejé unas cintas en Cuenca en la última vía que estaba probando, cuando esto pase no tendré ni opciones de subirme por ella. Jorge dejó las suyas en la vía de al lado. No creo que se las lleven.

Hace veintitrés planificaba las horas que podía entrenar cada semana, sacaba huecos de un horario imposible y compaginaba días de escalada con días de correr, me abrumaba el tiempo y vivía esperando el fin de semana. Siempre escalo como si no hubiera un mañana, pegues a muerte, el poder del padre diría Luigi, el tiempo que tienes es escaso y no se puede desperdiciar en intentos sin alma.

Luna llena desde las paredes
Hace veinticuatro días me preocupaba la próxima subida salarial, la fecha de los bonus, la subida del IPC, el análisis fundamental de la bolsa y hasta el precio de la gasolina. Hoy tengo otras preocupaciones mas cercanas, quién va al supermercado, cada cuántos días, qué compramos, dónde habrá guantes y mascarillas, cuánto tiempo me va a durar las reservas en casa para no salir a la calle.

Hace veinticinco días miraba la aplicación del tiempo para ver la previsión de las dos próximas semanas. Había preparado las tablas de esquí, apartado unos gatos recién recauchutados y guardado un día de vacaciones para alargar la Semana Santa. Hoy ya no miro la previsión, directamente me asomo a la ventana, como cuando era pequeño en Salamanca, donde mirar al cielo te convertía en meteorólogo titulado.

Hace veintiséis repasé la lista de vías que quería probar antes del verano. Lo hice, tomando una botella de vino, con varios amigos, a los que serví de la misma botella yo mismo, riéndonos, dándonos golpes unos a otros, dando abrazos al que llegaba y besos al que se iba, en medio del bar del Alcampo de Cuenca, donde estábamos más de cincuenta escaladores. Hoy sé que no escalaré ninguna en las próximas semanas, que tardaré en ver a los amigos, todavía más en darles abrazos y no sabemos cuándo unos besos. Incluso escalar, que ahora languidece en mi cabeza, no será lo primero que hagamos.

Hace veintisiete días estaba en un atasco en la M40, matutino, habitual, inevitable, hablando por teléfono, midiendo el tiempo por minutos, los que me faltaban para llegar a la oficina, lo que tengo para comer, los que me lleva llegar al tablón, los que tengo para escalar, los que tengo para volver a casa, y así sin límite. Hoy mido el tiempo por días, quizás algo en horas, pero como grupo de las mismas, y empiezo a habituar mi devenir a las próximas dos semanas, como algo incierto, siendo cierto, como algo ajeno, siendo propio y perecedero.

Hace veintiocho días pasé una tarde en Cuenca, paseando por la hoz, discutiendo con otro habitual de la vertical sobre los grados, las cifras y las letras de una serie de vías. Incluso lo hicimos con argumentos defendidos con vehemencia. Hoy solo espero volver a ver una luna llena sobre la luz crepuscular del atardecer en la hoz.
 
Ahora no tengo memoria de más días, ni hacia ese pasado que se me antoja de otra vida, ni de ninguno alternativo que habite en mis sueños confinados.